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sábado, 22 de enero de 2011

LUIS JAIME CISNEROS EN LA CANTUTA

LUIS JAIME CISNEROS
EN LA CANTUTA
(
Manuel Valdivia Rodríguez)




En la iglesia Virgen de Fátima están siendo velados los restos de Luis Jaime Cisneros. En homenaje suyo podemos repetir los versos que Antonio Machado escribió cuando murió Francisco Giner de los Ríos, el maestro de España, conductor de la Institución Libre de Enseñanza:


“¿Murió? . . . Sólo sabemos
que se nos fue por una senda clara,
diciéndonos: Hacedme
un duelo de labores y esperanzas.
Sed buenos y no más, sed lo que he sido
entre vosotros: alma”.


Luis Jaime Cisneros no está más con nosotros. Pero eso no es tan cierto. Los maestros, los grandes maestros, dejan siempre una estela luminosa con partículas radiantes que seguirán orientando los pasos de sus alumnos y discípulos. Y el duelo que cabe ante su muerte, entonces, no es sino, como dice el poeta, “un duelo de labores y esperanzas”.


Serán mencionados muchas veces sus vínculos cordiales con la PUCP, la Pontificia Universidad Católica del Perú. Eso será justo. Pero yo quiero hablar de su paso por la Escuela Normal Superior de La Cantuta, la mayor experiencia latinoamericana para la formación de profesores, en el lustro que terminó en el año de 1960, cuando el gobierno de entonces arrebató a esa institución su categoría universitaria y expulsó de sus claustros a una congregación de maestros que difícilmente tendrá parangón en el continente. Para no caer en olvidos injustos, quiero mencionar sólo a los profesores del área de Lengua y Literatura, que, convocados por Walter Peñaloza, trabajaron por pocos años en esa hermosa escuela, enclavada en un valle de Chosica: Manuel Moreno Jimeno, Pedro Benvenuto, José María Arguedas, Javier Sologuren, Washington Delgado, Luis Alberto Ratto, Guillermo Daly, Oswaldo Reinoso. Entre ellos, flor de sabiduría ya, Luis Jaime Cisneros, que aun no tenía cuarenta años.


Luis Jaime –así lo mencionábamos, atrevidamente, los jovencitos provincianos que nos formábamos en esa escuela- tenía a su cargo los cursos de Lenguaje. Iniciaba sus clases siempre con esa su tos característica y limpiando las gruesas lentes de sus anteojos. En ellas, haciéndonos reflexionar sobre el habla, inculcaba en nosotros el amor por un empleo cuidado del castellano, lengua implantada en el Perú, pero, al fin y al cabo, una de nuestras lenguas. Discípulo de Amado Alonso y Henríquez Ureña, acudía, como parte de su método, a la lectura de textos ejemplares. Fragmentos de la prosa de Azorín, Unamuno, Valle Inclán, Galdós, eran leídos por él, con una insuperable calidad que ponía ante nuestros oídos el maravilloso discurrir del castellano escrito. Así, subliminalmente, nos iba acercando, en clases que no eran de literatura, a las obras cumbres que nos conquistarían para siempre.


En una ocasión, dos alumnos fuimos a buscarlo a su oficina para que nos ayudara a desenmarañar, lo recuerdo bien, uno versos del romance de Angélica y Medoro, de Luis de Góngora, del cual teníamos que dar cuenta a Guillermo Daly. Solícito como siempre, en un momento de la conversación, Luis Jaime recitó, de memoria, la estrofa inicial de la Soledad primera “Era del año la estación florida/ en que el mentido robador de Europa / (media luna las armas de su frente, /y el Sol todos los rayos de su pelo)…”. Lo hizo para explicarnos el mecanismo de la metáfora. Pero relato la anécdota porque ella muestra varias facetas de Luis Jaime como maestro. Fuimos dos alumnos, dos solamente, a perturbar su tiempo. Y sin embargo, nos lo concedió generosamente, porque él tenía un inmenso cariño por la juventud, en la que siempre asentó sus esperanzas. Era frecuente verlo paseando por los pasillos de la escuela, conversando con algún alumno de secundaria, en un ir y venir peripatético que seguramente estaba dejando huella permanente en el espíritu del muchacho. Tenía, pues, la primera calidad que se exige a un maestro: el respeto por la persona de los estudiantes. Y tenía otra, que también queda mostrada en esta anécdota: una inmensa cultura, cuyos bienes estaba dispuesto a compartir con los demás. No era él un profesor que se preparaba para dictar sus clases. No. Era un hombre preparado. Un hombre que –como quería Borges- sabía su oficio. Por eso sus clases –fueran de gramática o de lingüística, fueran de literatura de la colonia o de redacción- eran siempre brillantes, no para deslumbrar a sus estudiantes, sino para decir sin palabras que cada uno debe aspirar a los mayores dones de la cultura, cosa que solo puede ser conseguida cuando el docente tiene una formación sólida y un aprecio singular por las creaciones humanas.


En los días en que los profesores y estudiantes luchábamos porque nuestra escuela conservara su rango ante un decreto gubernamental, Luis Jaime nos enseñó lo que ahora quiero destacar como una tercera calidad de la docencia: ser leales con la institución. Él, que compartía sus tiempos entre la Normal y la PUCP, siempre volvía a la escuela, a asistir a las asambleas, y para hacerlo tenía que cruzar el río saltando sobre las piedras, porque la policía impedía el ingreso a la institución. Esa es la misma lealtad que siempre alimentó también por su universidad, la PUCP, y que cada maestro debe guardar por su institución, que no es un local, sino –lo decía Encinas- un colectivo de maestros que persiguen fines compartidos.


Otras facetas serán mencionadas en estos días en que se harán muchos homenajes al maestro. He querido mostrar estas tres, porque con ellas Luis Jaime contribuyó a la formación de varias generaciones de maestros. Por eso, ahora que lo recordamos, recordamos con gratitud a quienes formaron con él una cohorte de educadores que lucharon por la dignificación del magisterio. Honor a él, honor a ellos.

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