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domingo, 3 de enero de 2021

ASÍ FUE MI NIÑEZ






ASÍ FUE MI NIÑEZ





Alguien dijo: “Oscuramente fuerte es la vida”. Así debo haberlo presentido desde pequeño porque ejercí sobre mis sentimientos y mi cuerpo, una custodia poco usual en los niños. Como quien pasea por un mundo conflictivo, usé una sombrilla para que nada en mí fuera atropello, riesgo o aventura de la cual tal vez, me arrepentiría más tarde. 



Hay quienes gustan jugar con el peligro, el fuego, las aguas turbulentas, los deportes de patear, y tantas otras aventuras que llaman “deportivas”. Yo, no practiqué ni me interesé por ninguna de ellas. Salvo cuando fui adolescente y en la escuela secundaria integraba el equipo de tiro (Polígono Muñiz) y la carrera de 100 metros planos. Mi vida pasó más bien cautiva a la literatura, el canto, la danza, el buen cine, la meditación, la liturgia cristiana y los juegos de todos los niños: ping pong, trompo, run-run, las estatuas, lingo, chicote quemado, bolero, hula hula, bicicleta, patines, etc y alguna vez por allí en patotas de amigos para las “guerritas”.



Las palabras nunca me cansaron así que fui un proveedor de ellas en mi lenguaje cotidiano. Y sensible a la belleza aprendí desde temprano cuándo algo es bello y cuando no. Me gustó ser líder de las actividades que menciono, siempre era el primero y soñaba con las estrellas que un día bajarían para llevarme a un mundo infinito. Donde el sol envuelve con sus rayos el talento de las gentes y broncea la piel de sus más complacientes hijos.



Me gustó hablar a los tumultos, mirar al horizonte para adivinar cuál sería el mundo que tendría años más tarde. Miré el mar millones de veces y me envolvía imaginariamente en sus olas para purificar mis sentidos. Entonces aprendí a tenerle miedo al trueno, los rayos, y los cometas apresurados. Me gustaba la nieve para mirarla, pero no tocarla. Cantaba en el coro de mi parroquia y sentía que mis cuerdas vocales ganaban cada vez más brillo rindiendo culto a mi Dios de las alturas. En mi cama, me deslizaba entre las sábanas por temor al “Cuco”, y veía fantasmas en los rincones de la habitación, por encima de mis ojos. Entonces me arrodillaba y hurgaba tratando de encontrar la luz de un farol, vela o lámpara que me ayudara a descifrar y confirmar el paisaje hermoso que me regala hasta hoy la vida.



Nunca me acosté cansado, ni sintiéndome culpable de alguna travesura, ni odiando. Tampoco desmoronado por malas noticias en el entorno. Me liberé de nombres en mi memoria, para aprender otros y estrecharlos contra mi pecho, para dar a entender que cuando quiero lo siento de verdad.



Fui un niño a quien le dolió la nuca de la misma manera que me suele doler cada cierto tiempo hoy. Y me retorcía en la cama antes de levantarme, como buscando calentar mi cuerpo e ir acostumbrándolo al clima del momento. Viví en silencio y observando. No me escandalicé de nada, ni propicié lo terrible. Estuve al lado de mis amigos y mis hermanos. Amé profundamente a Aurora nuestra última hermana y la única mujercita de los siete hermanos.



Entonces llegó un día un aire misterioso que me hablaba místicamente y me movía para abrazar la fe religiosa. Preparé maletas y viajé a Arequipa. Era un adolescente y un privilegiado. Ahora empecé a ser seminarista de la Orden Franciscana y a visualizar devoción, entrega al prójimo, y auxiliar de los que han sido tocados por el dolor, el abandono, la enfermedad, y la pasión morbosa. El tiempo me hizo decidir mi futuro, y un día estaba de regreso en Lima para continuar la secundaria y aprender teatro. Atrás quedó el seminarista, pero se vino conmigo el aprendizaje de latín, griego, inglés, español y quechua. También quedaron mi rector, mis hermanos de religión, mis parientes arequipeños, los campos llenos de trigo y el sillar blanco de la ciudad. También quedaron la bienaventuranza de mi adolescencia, y el candor de una vida diferente, pero vida al fin sana y sabia.




Han pasado los años el mundo se ha convertido como una calle larga donde como disfrazados y  gritando sus virtudes, los humanos nos sentimos dueños de nuestra soberbia, la vanidad y el desprecio por los demás. Todavía me estoy preguntando ¿qué pasó con el hombre que conocí en mi niñez?, y ¿qué cambió en los hombres su comportamiento….?.





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