Fuente: Jorge Montaña
¡Qué
bueno que nos copien!
En la época del conocimiento, no
existe nada más arcaico que defender diseños de la copia, ni nada más patético
que diseñadores angustiados por ser copiados.
Recibo algunos correos bastante peculiares.
Estudiantes que quieren que les haga la tarea; personas que, viviendo en la
misma ciudad, exigen que responda por escrito sin tomarse la molestia de llamar
por el teléfono; gente que, tras recibir la colaboración, no agradece ni
comparte resultados. A todos respondo con cordialidad, pero la última solicitud
la sacó del estadio: un joven diseñador recién graduado
me preguntó si conocía algún cliente para un producto que acababa de
diseñar.
Amablemente, le recordé que soy colega suyo y
no fabricante. Le manifesté que, si lo deseaba, podía darle mi opinión y
tal vez algunas sugerencias. El muchacho me envíó dos imágenes digitales
en muy baja resolución de una compleja silla, en materiales diversos sin
especificaciones ni medidas, sin definir usuario ni objetivos claros, dejando
más dudas que certezas. Para entender mejor, le hice un par de preguntas. Su
respuesta es de enmarcar:
«Estimado Jorge, respecto a las dudas sobre mi
producto, como usted entenderá no me es viable responderlas detalladamente pues
no cuento aún con mi producto patentado y tengo que defenderme de la posible
copia. Solo le garantizo que funciona y sé muy bien cuál es su usuario».
No entendí que es lo que pasaba por la cabeza
de la criatura pero no le auguro mucho éxito en la estrategia de
comercialización de un producto que, por cierto, parecía bastante inviable por
caro, pesado, inestable e inútil. En primer lugar, ¡no existe! o es
muy remota la posibilidad de hacer el diseño soñado e ir a ofrecerlo a un
empresario ávido de innovación. El diseñador es como el sastre y el diseño como
el traje: no queda bien si no se toman medidas, se habla con el cliente, se
considera el tamaño de su panza, su gusto y presupuesto.
Hace pocos días, cerró actividades lo que fue el
primer buscador de Internet: Altavista. Larry Page y Sergey Brin,
fundadores de Google en sus inicios, acudieron a ellos para ofrecerles los
parámetros técnicos de lo que sería posteriormente la base del sistema de
búsqueda de su empresa Google. Los señores de Altavista no aceptaron su
oferta, como tampoco lo hizo Yahoo; el resto de la historia ya la
conocemos. Ellos eran extraños en el nido y, al ofrecer algo mejor,
estaban indirectamente diciendo que lo que tenia la empresa no era bueno; algo
de difícil digestión para el ego gerencial.
Lo mismo sucede con el diseño de productos: las
grandes ideas, por grandes que sean, usualmente son ajenas a las empresas.
Al ser externas no generan pertenencia ni son interesantes para sus
propietarios y, cuando lo son, no se adaptan a los sistemas productivos y de
mercadeo de la institución que las acoge, por lo que, necesariamente, necesitan
un rediseño posterior que puede llegar a cambiarlas totalmente. Podemos,
sí —y a veces lo hacemos muy bien—, visualizar tendencias y, por ende,
plantear negocios o proyectos a futuro pero que eventualmente se hacen a
medida. Pero llevar proyectos listos a una empresa es como decirle a una
pareja que quiere tener un bebé que tenemos un lindo niño para su adopción, y
ya grandecito, para economizar en educación.
Los grandes concursos de diseño (y en la región
tenemos uno excelente, el Salao Design brasileño) suelen ser de
empresarios; su objetivo no es buscar nuevos diseños sino, más bien,
talentos para hacer alianzas. Un diseño efectivo implica entender la
empresa, su publico objetivo, las mañas de sus consumidores y las tendencias
del mercado.
Es muy improbable que un producto premiado sea
después comprado por alguna empresa, pero suele suceder que la repercusión
del premio mete al diseñador en el negocio. Ahora bien, supongamos que
encaramos el mercado con ayuda de algún integrante del enorme hormiguero de
micro-empresas entusiastas por abrir sus puertas a diseñadores que les
muestren la palabra «negocio». Allí sucede lo mismo, el diseño debe
adaptarse a sistemas productivos sencillos, por lo que la silla de nuestro
amigo con tres tecnologías diversas tampoco sería viable.
Pero supongamos que la idea llevada a propuesta de
producto fuera gloriosa, sublime, que rompiera con todo lo existente y
tuviera el potencial de ser muy exitosa. Cada empresa, así como tiene un
sistema productivo, también se desempeña en un entorno comercial que es un
sub-mundo con sus propias reglas: hacer algo demasiado novedoso implica crear
nuevos mercados, impulsar nuevos esquemas de negocio, invertir en comunicar la
innovación y correr con todo el riesgo. Nuestras empresas prefieren ir por algo
más seguro. Eso no esta mal, puede ser un gran negocio, pero es
¡caro! Se llama Innovación radical y sólo existe para quien cuenta con
vastos recursos y hace de los errores aprendizajes, algo que nuestros
empresarios con recursos limitados no se animan a hacer.
El que copia es perezoso, se va a lo cierto y por
ello prefiere reproducir lo que se vende. Nunca a partir de una ilustración
incierta va meterse en un costoso desarrollo. Lo mismo aplica para las ideas,
por maravillosas que sean su valor está en su ejecución.
Por otra parte, si su producto es exitoso, el que
lo copie lo hará cuando ya esté consolidado y muy probablemente no tenga la
misma calidad del original. La copia es por ello el mejor motivador para
avanzar y hacer otra cosa. Ser copiado es halagador y un indicador de éxito del
producto. Incluso empresas como las de software por debajo de las cobijas
incentivan la copia para hacer conocidos sus productos. Por
ello, Autocad sigue siendo patrón para diseño en computador. «Quien pega primero
pega dos veces». Pero como este siglo XXI lo está siendo del conocimiento,
el hacer conocer compartir y divulgar es la base de cualquier negocio. Hoy, los
proyectos se publican primero y se ofrecen después.
Ahora bien, supongamos que no tenemos empresa
pero sí una buena idea. Si la idea ya ha decantado en un diseño, como
podría ser el caso de nuestro amigo, su producto deberá tener unos atributos
verificables y que hagan diferencia en el mercado. Una silla más no parece ser
nada seductor, pero si tiene valores embutidos como, por ejemplo, el uso
de nuevos materiales, más de una utilidad, un sistema de plegado
diferente, una estética a partir de un concepto realmente seductor... la suma
de varios de estos atributos puede ser que funcione, siempre y
cuando la empresa tenga recorrido o tradición con clientes que la puedan
requerir.
El producto resultante finalmente es la suma de las
experiencias y conclusiones de los procesos. El producto tangible, para el
ejemplo «silla» es apenas la punta de un iceberg de todo un tejido
previo. Si nuestro proceso lleva al pedido, en ese momento se abren
las puertas de las empresas que pueden producir pero también tendremos un
estatus superior: además de diseñadores, clientes. Ahí la cosa funciona.
Para ello, toca publicar, mostrar,
divulgar, promocionar y meter más gente. De los propósitos colectivos
salen los mejores proyectos. De modo que, amigo de la silla maravillosa, o
cambias de opinión o te vas a ver obligado a cambiar de profesión.
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