MI ADOLESCENCIA
La
grandeza de mi corazón, como una sábana, cubría las virtudes que entonces me
acompañaban. Era un coro de ambrosía y un aroma de medianoche lo que
irónicamente me llevaba a paso lento a concretar mi vocación religiosa. Me había
formado con sacerdotes de la Compañía de Jesús (Jesuitas), quienes dirigían mi
parroquia con éxito inesperado.
La
constancia para el ritual, mi interés por el latín, la musicalidad de mi voz de
niño y la disciplina, embriagaban mi mente adolescente. Me gustaba y aún me
gusta, el universo de ceremonias, homilías, expresiones públicas de fe. Sin
dejar de lado la humildad en el primer plano de nuestras manifestaciones. Así
el tiempo fue sembrando en mi apaciblemente, respeto por lo espiritual.
Entonces,
la belleza no me era ajena a mi admiración. Me gustaba disfrutar de los colores
de las casullas, las flores en el altar, las imágenes religiosas, y como un
espejo reflejaba en mi mente lo contemplado. Apoyado en un reclinatorio oraba
pidiendo a Dios por mi espíritu invitado a cosas mayores. Sentía que estaba
ayudándome de una armadura celestial para emprender la realización de mis
sueños. Me emocionaba la música, la belleza, el espíritu mismo en sus
decisiones filosóficas para desenrollar los enigmas de la vida.
Amaba
ser como era, contemplando, orando, pensando y acercándome a la realización de
mi vocación temprana. Entonces hice un viaje a Arequipa y me interné como
seminarista en el Seráfico de los Padres Franciscanos del distrito de Tiabaya.
Allí llegué a entender que para servir a Dios, hay que renunciar totalmente a
las cosas de este mundo, sobre todo a lo material que es lo que más nos atrae y
permanentemente, nos tienta.
Allí
conocí la humildad con que un sacerdote debe entregarse a sus fieles creyentes.
La seriedad con que debe asumir su castidad, el alejamiento de lo libertino, la
iluminación de las almas ajenas, pero especialmente de la suya. Allí conocí la
pureza en su manifestación más celestial, y la manera de agradar a Dios renunciando
a muchas cosas terrenas.
Pero
la historia se interrumpió y acosado por mi salud, volví a Lima, a casa de mis
padres, al lado de mis hermanos y a continuar la vida. No me fue difícil
adaptarme a los jóvenes de la época,
como yo. No aprendí a ser un dechado de virtudes cristianas, pero tomé el
camino que como una bóveda nocturna me enseñó que las medianoches no deben
ocultar nuestras virtudes. Que el
ejemplo bueno o malo lo tomamos de nuestra familia, nuestro hogar. Por
suerte en mi hogar las virtudes cristianas se practicaron siempre, y las
sombras nunca oscurecieron insanamente.
Hoy,
en la tarde de mi vida, he querido recordar esta etapa adolescente y decirles
que me enternece saber que no tomé caminos equivocados, y sigo navegando en
aguas de un mar tranquilo, placentero y transparente……
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