EL RACISMO EN EL PERÚ
Por Jorge Rendón
Vásquez
(30/1/2013)
Nuestro país está enfermo de
racismo. No es un racismo oculto, sino ostensible y cotidiano, pese a no ser un
apartheid legalmente admitido y a la existencia de leyes contra la
discriminación que, en general, no se cumplen.
El racismo o discriminación racial
implica la preferencia de los blancos y blancoides o blancones en el trabajo,
en las instituciones privadas y públicas y en otros aspectos de la vida social,
y la exclusión correlativa de los indios, negros y mestizos, considerados
inferiores por los blancos.
Este racismo presenta dos
manifestaciones: una originaria y otra, de sumisión.
La primera se manifiesta como
discriminación y desprecio impulsados y practicados por gentes de raza blanca y
otras con acusados rasgos faciales correspondientes a esta raza contra los
indios, negros y mestizos. (Por mestizos se comprende al grupo humano
resultante de las uniones de blancos, indios, negros, asiáticos y su
descendencia.) Es el racismo que va de arriba hacia abajo, impuesto activamente
por la diminuta cúspide blanca, poseedora del mayor poder económico de la
sociedad, a través de sus maneras de pensar, actitudes personales y medios de
comunicación social animados por modelos blancos. Este racismo es asumido por
los mestizos de caracteres blancos (blancoides o blancones) contra otros
mestizos menos claros que ellos, y obviamente también contra los indios y los
negros. Cuanto más se asemeje el rostro de un blancoide al de los blancos su
valoración personal será mayor y su desdén por las personas con rostros de rasgos
indios o negros más acentuado. A raíz de esta discriminación, para muchos
mestizos raciales o culturales la unión matrimonial o convivencial con una
persona de caracteres más blancos que los suyos constituye un avance en su
promoción social. Ciertas mujeres con rasgos blancos aceptan esas asociaciones,
intuyendo que podrían ofrecerles la seguridad y la posición económica más
elevada de su pretendiente. Los hijos comunes irán luego a colegios
particulares con un alumnado preferentemente blanco o blancoide, y, si acceden
a la educación superior y disponen de los recursos suficientes para el pago de
las pensiones, continuarán en ciertas universidades privadas creadas para
recibir a esos grupos racialmente claros y convertirlos en cuadros de los
aparatos empresarial y estatal.
La otra faz del racismo se ubica
en la conducta sumisa de los mestizos e indios frente a los blancos y en su
actitud discriminatoria de sus propios congéneres, como una manera normal de
vivir en la sociedad. Manifestaciones de este racismo inverso o de sumisión,
que va de abajo hacia arriba, es la tendencia general en numerosos indios y
mestizos a considerar a los blancos como sujetos superiores a ellos, a creerles
más que a quienes no lo son, a obedecerlos sin reflexión si los blancos tienen
el poder de mandar y a preferirlos en las múltiples relaciones sociales. Un
policía, un militar, un juez y un fiscal mestizos serán más benévolos o
condescendientes con un blanco o un blancoide que con un indio o un mestizo de
rasgos indígenas, sobre quienes descargarán todo el rigor de la ley y los harán
víctimas de sus abusos más execrables, en tanto que hallarán siempre para
aquéllos una causa eximente de responsabilidad; los blancos y blancoides
gozarán para ellos de preeminencia en el ingreso al trabajo y a ciertas
instituciones y en los ascensos; un guardián mestizo dejará pasar a un blanco o
blancoide y hará valer la prohibición contra un indio o un mestizo; un
vendedor, funcionario o empleado mestizo dejará de atender a un indio o un
mestizo más prieto que él para ocuparse de un blanco o blancoide que llegó
después. Para este racismo de sumisión no existen el orden de llegada, la
igualdad de oportunidades, ni, finalmente, la igualdad ante la ley. Parece
obvio que el racismo originario sería menos agresivo o de hecho no existiría si
el racismo de sumisión fuera erradicado de la conciencia de los mestizos que lo
practican, como se extirpa un hongo parasitario que sólo puede vivir de la
savia de la planta a la que se adhiere.
¿Cuál es el origen del racismo
tan metido en la conciencia de nuestro pueblo?
Apareció con la conquista de
América por los españoles y portugueses en el siglo XVI. La derrota de los
pueblos aborígenes trajo como correlato su esclavización y posterior
servidumbre. Para los conquistadores blancos los habitantes de América eran
seres inferiores. Cuando hacia 1540, fray Bartolomé de las Casas llevó a España
sus denuncias contra el aniquilamiento de las poblaciones aborígenes por los
conquistadores, a punta de torturas, asesinatos y explotación ilimitada, el
Consejo de Indias le hizo firmar al rey ciertas disposiciones de protección de
los indios para impedir su aniquilamiento como fuerza de trabajo, que los
conquistadores españoles de América se negaron a cumplir. La réplica ideológica
contra la campaña de Bartolomé de las Casas provino del fraile Ginés de
Sepúlveda, quien enarbolando la tesis de que los habitantes de América eran
seres inferiores a los humanos, sostuvo que no merecían otro trato que la
dominación total. En el famoso debate de Valladolid, en 1550, entre ambos
monjes ante una junta de teólogos, no hubo vencedor ni vencido. Poco después el
Consejo de Indias emitió las leyes de estructuración social de las colonias de
América por castas raciales minuciosamente jerarquizadas. Por ellas, un español
peninsular estaba en un nivel superior que un español nacido en América; los
hijos de un español con una india eran mestizos; los de un español con una
negra, mulatos; los hijos de mestizos entre sí eran mestizos, y así sucesivamente.
En último lugar, después de los negros que sólo podían ser esclavos, estaban
los indios. Y todos estos sujetos descendientes de progenitores de razas
diferentes y legalmente excluidos de la educación, salvo los hijos de los
curacas colaboradores del poder español, debían respeto y sumisión a los
blancos peninsulares y americanos.
Durante los tres siglos que duró
la dominación colonial en América tal estratificación racial de la sociedad
modeló la conciencia de los habitantes de América tan fuertemente como la
imposición del feudalismo, de la lengua castellana, de la religión católica y
de los usos y costumbres hispánicos.
La revolución de la
independencia, a comienzos del siglo XIX, si bien anuló las leyes de
estratificación racial, no pudo ni siquiera mellar esa conciencia de
discriminación. Al contrario, la continuación de los blancos nacidos en América
en el poder político, la mantuvo con caracteres más pronunciados. El racismo,
ingrediente consustancial de la explotación del indio, del negro y del mestizo,
siguió irradiándose desde los centros de dominación blancos en la ciudad y en
el campo. Las autoridades judiciales, policiales y eclesiásticas a su servicio
se desplegaban contra los indios, negros y mestizos con más ensañamiento y
rabia que los mismos gamonales. Y así continuamos viviendo.
No se libran del racismo ni
siquiera ciertos profesionales e intelectuales descendientes de familias
blancas o blancoides, simpatizantes de alguna tendencia de izquierda. Lo
exhalan y transpiran en sus actitudes y actividades profesionales, políticas y
literarias, y, si gozan del poder de decidir, prefieren a los blancos y
blancoides frente a los mestizos e indios; y si, por ejemplo, acceden a la
conducción de alguna revista, periódico o institución se desvivirán por
destacar los íconos blancos, dejando de lado a otros con mayores méritos, pero
considerados por ellos de razas inferiores, para halagar a algún jefe blanco.
La discriminación en las empresas
es más abominable todavía. Las hay que sólo reciben para sus puestos de
dirección, de oficina y de trato con el público a hombres y mujeres blancos y
blancoides. Las leyes contra la discriminación laboral carecen de vigencia en
esos ámbitos que gozan en la práctica de extraterritorialidad.
¿Qué hacer para eliminar el
racismo?
Se requiere completar el elenco
de normas contra él, pero más que eso, es imprescindible un cambio en el
comportamiento de las mayorías sociales mestizas e indias, que equivaldría a
una revolución en su conciencia. Si aún no lo saben, estas mayorías mestizas e
indias deben aprender a reaccionar contra la discriminación, especialmente en
el acceso a los empleos estatales y privados y a los bienes y servicios a los
cuales tengan derecho, y a contestar el menoscabo y el insulto racial. Este
cambio podría ser promovido a través de la educación en todos sus niveles, y,
si ésta fuera incapaz de cumplir esa tarea por hallarse manipulada por la
cúpula gobernante y por grupos interesados en mantener el racismo, por la
acción de los partidos, movimientos sociales y personas que asuman la misión de
sanear la conciencia colectiva e individual de ese trauma heredado para arribar
a un espíritu nacional más diáfano y homogéneo.
Los movimientos y partidos
políticos llamados a sí mismos de izquierda deberían ser descalificados por las
mayorías sociales si en sus programas no inscribieran en primer lugar la
erradicación del racismo y si no practicasen una conducta compatible con este
propósito.
En 1972, varios funcionarios del
gobierno de Velasco Alvarado convencimos a los coroneles del COAP sobre la
necesidad de dar una ley que destinase el 50% de la programación de las
televisoras y radios a las manifestaciones culturales nacionales, sobre todo la
música folclórica y criolla. Algunos intelectuales de derecha se escandalizaron
ante lo que calificaron como una osadía inadmisible, pero carecieron en
absoluto de eco. No era ese un gobierno apto para aceptar su influencia; y esa
ley se dio y se cumplió. Fue a su modo uno de los primeros ataques contra la
discriminación racial en el Perú, con el mismo espíritu que la ley de Reforma
Agraria, dirigida a acabar con la herencia feudal de los conquistadores
blancos.
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