(EB-14 de diciembre de 2008)
Diciembre, mayo, julio y septiembre son meses recargados de actividad, a prueba de balas, de nervios por templar, de seriedad, sensible comportamiento que debo ocultar algunas veces….y es que a todos se les ocurre hacer lo que en otros meses, lamentablemente no hacen. De manera así, que nos recargan la agenda cotidiana, y nuestra vivienda termina convertida en un hotel, sólo para dormir y dejar ropa regada por todos lados.
Bautizos, consagraciones, primera comunión, matrimonios, clausura, llegada, partida, etc. son algún tic que debemos compartir expuestos a que si no cumplimos con la exigencia social, pasaremos a la lista negra de los desaforados.
La navidad y el Año Nuevo, son renglón aparte. La primera como fiesta de la familia y el segundo como bailetón o vacilón obligado. Hay un derroche de energía a la par de dinero. Hay entusiasmo como algarabía, risas, gritos, abrazos, aplausos y más gritos eufóricos….
En eso soy un tanto apático, conservador, controlado ser humano para expresiones que lindan en las histerias colectivas que se van almacenando durante el año. De pronto, no dudo que me hace feliz estar en grupo de familia o amigos. Expresar lo que siento, lo que pienso, es motivo de la charla del momento.
Cuando era niño, la navidad era una fiesta no sólo de la familia sentada alrededor de la mesa, sino de la familia o “Belén” que se construía durante semanas en las habitaciones importantes de la casa. Había muchas familias que llenaban de “nacimiento” todo espacio visitable. La nochebuena del 24 de diciembre, estaban mis padres, hermanos, cuñadas y sobrinos en casa. La charla era amena y al llegar las doce campanadas del gigantesco reloj de papá. Nos abrazábamos olvidando las rencillas y molestias que habíamos ocasionado a alguno de los miembros de la familia durante el año. Era una perfecta noche de amor, perdón y alegría cristiana. Luego una imagen del Niño Jesús era pasada de mano en mano, para darle un beso agradeciéndole el tenernos unidos en familia. Simultáneamente se iba entregando los regalos que estaban a los pies de nuestro característico árbol.
Después hacíamos el primer brindis con champán, y entonces la mesa decorada adrede para la fecha, lucía los sabrosos preparados de pavo o lechón, tamalitos verdes norteños, ensalada, manzana o melocotón y otros, que acompañamos con brindis de vino durante la cena.
No era costumbre nuestra, pero otras familias realizaban la espectacular “Bajada de Reyes” el 6 de enero, con padrinos que aportaban dinero para seguir embelleciendo el próximo año el “nacimiento”. Todos los días se reunía la familia y los amigos a orar y a tomar los “orines del Niño”, especie de refresco que se preparaba con mucho amor.
Cuando llegaba el 31 de diciembre, las calles se llenaban de “Año Viejo”, que era un muñeco de tamaño natural hecho de la ropa que los muchachos aportábamos para quemarlo a las doce de la noche. De esa manera quemábamos lo antiguo y empezábamos con un reluciente y nacido año nuevo.
Algunas de esas tradiciones continúan en pueblos y regiones del Perú…mucho se ha ido perdiendo en Lima, capital que se contagia de las malas costumbres ajenas a nuestras creencias y tradición. La lección que nos quedó y que debe quedar a todos los creyentes o no, es que “No hay navidad sin Jesús”.
El centro de todo este festejo es el sentimiento cristiano de Aquel que hace más de 2 000 años, nació en un pesebre en Belén, para enseñar a los hombres que la humildad es algo que no podemos perder cuando el aplauso, la fama, la fortuna y el poder, nos llevan a estatus diferentes. Que la soberbia es la peor de las deficiencias que podemos tener como humanos, más grave aún cuando maltratamos al desposeído, al diferente, al olvidado….
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